TRISTEZA

 Me sabía de memoria la tristeza como cual niño se sabe el abecedario.

Cuando la tristeza llegaba, la invitaba a bailar, a beber. 

Limpiábamos la casa y reíamos a carcajadas. 

Escuchábamos música triste hasta quedarnos dormidas empapadas en lágrimas. 

Al día siguiente ya no estaba, 

siempre se  marchaba de madrugada y yo nunca sabía cuando volvería

pero siempre le dejaba la puerta abierta.

Las dos caminábamos al mismo paso,

Sin preguntas personales. Sin cuestionamientos.

Aquella mañana sentí una tristeza extraña; largo rato en la ducha, 

muchas copas de más. La tristeza era otra. 

Tan ajena y desconocida. 

Mis lágrimas no paraban. Tenía un vacío.

Pero no en el pecho, no en el estómago o en el vientre. ¡No! 

Era como si las lágrimas me recorrieron por dentro hasta llegar a cada articulación, 

a cada tejido y los rompiera provocando el vacío.

 No había fuerza en mis dedos, en mis brazos o en mis rodillas. 

No había nada. ¡Que tristeza tan extraña!

Vamos otra vez, Lupita, dime el abecedario; - A, B, C, D… E, (EL) ... 

¡Maestra! ¿Qué sigue después?

 Ya no lo sabía; Pero ahí estaba ella, la tristeza, instalada en cada pliegue de mi cuerpo.

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